Arquitectura sin fin
Durante las décadas centrales del siglo XX, se desarrollan tanto en Europa como en América una serie de proyectos artísticos y arquitectónicos basados en formas espirales. Algunos de ellos, constituidos por partes diferenciadas, utilizan estas geometrías infinitas como trazas invisibles en las que apoyar su composición. Otros, en cambio, trasladan literalmente al espacio distintas formas en espiral, de manera que estas figuras se erigen en protagonistas absolutas del proyecto.
No es de extrañar que este tipo de producciones se lleven a cabo a lo largo de los años 1950 y 1960 del siglo pasado. Durante estas décadas inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los progresos científicos sacan a la luz una alta cifra de descubrimientos relacionados con las micro y macroestructuras formales de la materia y el universo. Estos avances abren todo un campo de experimentación formal del que se nutren la arquitectura y las distintas disciplinas artísticas. Al mismo tiempo, la arquitectura asume un relativismo derivado de una organicidad más atenta a la naturaleza, y no tanto a los avances tecnológicos tan vigentes a inicios del siglo XX. Sin embargo, la utilización de geometrías infinitas por parte de artistas y arquitectos y la constatación de su presencia en formas y fenómenos de la naturaleza no es exclusiva de estas décadas. A lo largo de la historia, ejemplos puntuales verifican la importancia que las espirales tienen no sólo en la cultura occidental, sino en otras culturas milenarias, traspasando civilizaciones y compartiendo un similar significado simbólico: son las formas que representan la expansión energética, el crecimiento y la vida.
CIENCIA, GEOMETRÍA Y ARTE: D’ARCY THOMSON Y SIR THEODORE COOK
A principios del siglo XX, los científicos ingleses D’Arcy Thomson y Sir Theodore Cook publican por primera vez unos estudios que demuestran cómo los mecanismos de despliegue en espiral o en hélice que manifiestan muchas formas naturales son utilizados también en obras artísticas y arquitectónicas.
El profesor de zoología escocés D’Arcy Thomson de-fine en su libro de 1917 Sobre el crecimiento y la forma las espirales: son curvas que, empezando desde un punto de origen, disminuyen continuamente su curvatura al alejarse de él. Por tanto, su radio, crece sin parar. Thomson distingue dos clases de espirales: la uniforme o de Arquímedes y la logarítmica o equiangular. Esta última tiene un significado profundo, pues en ella se halla representada la vida misma: el crecimiento sin fin de los procesos vitales a partir de un punto de partida, un origen. En las formas naturales, las espirales logarítmicas aumentan de tamaño gracias a la materia acumulada. El gran número de estructuras que presentan estos sistemas de crecimiento están constituidas por materia segregada o depositada por células vivas. La concha del nautilus marino, la del caracol terrestre, el colmillo del elefante o las uñas de un gato, crecen de forma ininterrumpida gracias al tejido celular acumulado. Y lo mismo sucede con las partículas que basan su reproducción en la repetición de partes semejantes, como las semillas del girasol o las esporas de una piña. Sus formas son iguales, pero difieren entre ellas en edad, magnitud y cantidad de materia, que aumentan a medida que se alejan del origen.
No es de extrañar que este tipo de producciones se lleven a cabo a lo largo de los años 1950 y 1960 del siglo pasado. Durante estas décadas inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los progresos científicos sacan a la luz una alta cifra de descubrimientos relacionados con las micro y macroestructuras formales de la materia y el universo. Estos avances abren todo un campo de experimentación formal del que se nutren la arquitectura y las distintas disciplinas artísticas. Al mismo tiempo, la arquitectura asume un relativismo derivado de una organicidad más atenta a la naturaleza, y no tanto a los avances tecnológicos tan vigentes a inicios del siglo XX. Sin embargo, la utilización de geometrías infinitas por parte de artistas y arquitectos y la constatación de su presencia en formas y fenómenos de la naturaleza no es exclusiva de estas décadas. A lo largo de la historia, ejemplos puntuales verifican la importancia que las espirales tienen no sólo en la cultura occidental, sino en otras culturas milenarias, traspasando civilizaciones y compartiendo un similar significado simbólico: son las formas que representan la expansión energética, el crecimiento y la vida.
CIENCIA, GEOMETRÍA Y ARTE: D’ARCY THOMSON Y SIR THEODORE COOK
A principios del siglo XX, los científicos ingleses D’Arcy Thomson y Sir Theodore Cook publican por primera vez unos estudios que demuestran cómo los mecanismos de despliegue en espiral o en hélice que manifiestan muchas formas naturales son utilizados también en obras artísticas y arquitectónicas.
El profesor de zoología escocés D’Arcy Thomson de-fine en su libro de 1917 Sobre el crecimiento y la forma las espirales: son curvas que, empezando desde un punto de origen, disminuyen continuamente su curvatura al alejarse de él. Por tanto, su radio, crece sin parar. Thomson distingue dos clases de espirales: la uniforme o de Arquímedes y la logarítmica o equiangular. Esta última tiene un significado profundo, pues en ella se halla representada la vida misma: el crecimiento sin fin de los procesos vitales a partir de un punto de partida, un origen. En las formas naturales, las espirales logarítmicas aumentan de tamaño gracias a la materia acumulada. El gran número de estructuras que presentan estos sistemas de crecimiento están constituidas por materia segregada o depositada por células vivas. La concha del nautilus marino, la del caracol terrestre, el colmillo del elefante o las uñas de un gato, crecen de forma ininterrumpida gracias al tejido celular acumulado. Y lo mismo sucede con las partículas que basan su reproducción en la repetición de partes semejantes, como las semillas del girasol o las esporas de una piña. Sus formas son iguales, pero difieren entre ellas en edad, magnitud y cantidad de materia, que aumentan a medida que se alejan del origen.
Esquema de las espirales uniforme y equiangular, según d’Arcy Thomson.
Las propiedades específicas de la espiral logarítmica son múltiples, pero la más relevante es la que constata que esta figura creciente incorpora el tiempo en su desarrollo. Sus giros se van ampliando de manera continua, pero lo extraordinario es que en ningún momento cambia su forma. Tal como afirma Thomson, la espiral logarítmica, de manera análoga a la concha del caracol, crece de tamaño al igual que la criatura que alberga, pero conserva la relatividad constante de crecimiento y semejanza de forma. Jakob Bernoulli, el matemático suizo que durante el siglo XVII consigue formularla por vez primera, ordena grabar sobre su tumba una espiral junto al siguiente epitafio: “eadem mutato resurgo”, que significa, “a la vez cambio y resurrección”. Las cualidades de este desarrollo formal quedan así concisamente identificadas: el continuo cambio basado en el renacimiento simultáneo de la misma forma. En esta misma línea, culturas primitivas adoptan las espirales como signos de fecundidad y, por tanto, de origen de vida. Y la tradición cristiana utiliza las espirales presentes en las con-chas de los moluscos como símbolo de la resurrección. Desde tiempos inmemoriales se introducen en los féretros de los difuntos conchas de caracol, pues éstas son el emblema del cuerpo humano que encierra en una envoltura exterior el alma que da vida al ser, representada por el cuerpo del molusco.
En su representación espacial, la espiral logarítmica se asemeja a un cono que se enrolla sobre sí mismo. En cambio, la espiral uniforme o de Arquímedes es comparada con la manera como un marinero enrosca una cuerda sobre la cubierta de un barco. Si la cuerda tiene un grueso uniforme, cada vuelta va resiguiendo el diámetro de la curva precedente.
Andrómeda nebula reproducida en el libro de Theodore Cook, The Curves of Life.
El libro de Thomson se presenta como un magnífico estudio en el que se relacionan tres disciplinas aparentemente dispares: la cultura clásica, las matemáticas y la zoología. Pero este trabajo integrado tiene un claro precedente en el libro publicado en 1914 por Sir Theodore Cook: The curves of life. Cook demuestra que la formación de espirales y hélices se encuentra íntimamente conectada con los mundos orgánico, inorgánico y microscópico. En el primero, estas formas aparecen en la estructura de plantas, moluscos, conchas, invertebrados, cornamentas, colas de mamíferos y, también, en el cuerpo humano. En el segundo, espirales y hélices se manifiestan en fenómenos eléctricos y de expansión energética como remolinos y tornados; en astronomía, aparecen en nebulosas como la andrómeda nebula. En el tercero, la doble hélice del ADN, las estructuras orgánicas de crecimiento celular y la periodicidad de los elementos atómicos, son ejemplos significativos.
Ilustración de portada del libro de Theodore Cook, The Curves of Life.
Al mismo tiempo, Theodore Cook relaciona estos fenómenos con las teorías artísticas que argumentan la belleza pues, según él, el arte interpreta a la naturaleza, de la cual forma parte. La misma imagen que acompaña la portada de su libro superpone el dibujo de un capitel jónico a la fotografía del interior de la concha de un nautilus. Y en el capítulo dedicado a los elementos arquitectónicos en desarrollo espiral, columnas helicoidales o escaleras de caracol tan significativas como la del castillo de Blois, atribuida a Leonardo da Vinci10, son compara-das de manera morfológica, matemática y constructiva con organismos naturales: principalmente con conchas de moluscos o tallos vegetales. En este sentido, la utilización de la espiral en base fi –la ratio de Phidias–, llamada también número de oro, sección áurea o divina proporción, se revela como una suerte de llave que explica este gran número de fenómenos naturales relacionados con el crecimiento y, al mismo tiempo, garantiza su aplicación en formas artísticas y arquitectónicas.
Cook también reproduce en su libro un compendio de esquemas en los que se observa, por una parte, el crecimiento y la reproducción de los círculos siguiendo diversos desarrollos en espiral y, por otra, se atestigua la deuda que tienen estas reproducciones crecientes de unidades circulares con la serie de Fibonacci. Un orden creciente de círculos similares que, como sucede con las semillas del girasol o las esporas de la piña, acumulan superficie a medida que se alejan del origen. Estos gráficos publicados por Cook ofrecen la posibilidad de aplicar el crecimiento en espiral de dos maneras distintas: mediante un conjunto de formas similares que van aumentando de tamaño, librando un vacío en el punto donde se origina su nacimiento, o a través de una línea vertebradora continua que sigue la fuerza motriz de la expansión. Será precisamente la combinación de estas dos opciones, con sus múltiples variables, la que aplicará la arquitectura de mediados del siglo XX en algunos proyectos ejemplares.
Esquemas de crecimiento 3+5 y creci-miento excéntrico curvo 5+8, según Theodore Cook.
TRAZAS ESPIRALES Y FORMAS SIMILARES EN ARQUITECTURA: EMBERTON Y WRIGHT
Dos décadas después de la aparición de estas publicaciones, el arquitecto y teórico inglés Joseph Emberton (1889–1956), utiliza directamente uno de los diagramas de Cook para proyectar y construir el casino de Blackpool (1933–1939)12. Aunque sus obras arquitectónicas se identifican con la estética y las ideas del movimiento racionalista inglés, Emberton es pionero en su generación en aplicar esquemas dinámicos a la arquitectura. Siguiendo el esquema de crecimiento 3+5 reproducido por Cook, utiliza la misma dispersión controlada de for-mas circulares que van aumentando logarítmicamente de tamaño para organizar, en este casino, todas las partes del programa. De hecho, en la memoria del proyecto adjunta los mismos esquemas de crecimiento que el naturalista y matemático inglés utiliza en su libro The curves of life, sobre los que dibuja a lápiz la línea de crecimiento espiral que une los centros de las distintas circunferencias. De manera análoga a estos diagramas, libera en el centro del edificio un espacio circular vacío que coincide con el origen de la expansión formal.
Joseph Emberton, Casino. Blackpool, 1939. Plantas.
El edificio finalmente construido en Blackpool, circunscrito por otro gran círculo, no expresa exteriormente la dispersión controlada de circunferencias presentes en el esquema de Cook. Sin embargo, la iniciativa de Emberton resulta fundamental para entender un reducido, pero no por ello menos significativo, número de proyectos de alguno de los principales arquitectos de su época.
Coincidiendo con el diseño y la construcción del edificio de Emberton, desde mediados de los años 30 del siglo pasado, Frank Lloyd Wright desarrolla de manera puntual diversos proyectos basados en sistemas de crecimiento continuo. Como en la planta del casino de Blackpool de 1933 y, de manera análoga a los esquemas del libro de Cook de 1914, Wright utiliza en sus composiciones un conjunto de circunferencias que se organizan siguiendo el trazado hipotético de una espiral. Esta figura, por tanto, constituye el soporte virtual de las partes del proyecto, la estructura dinámica que permite el crecimiento y la anexión de diferentes partes circulares.
Frank Lloyd Wright, Ralph Jester House, 1938– 40. Planta.
En la Ralph Jester House, proyectada en 1938 y exhibida en el MOMA de Nueva York en 1940, un conjunto de círculos de tamaños distintos se yuxtaponen o intersecan, distribuyéndose por la parcela como si fueran pabellones dotados de funciones diferentes. Las distintas partes de la vivienda y su particular mobiliario se insertan sin proble-mas en el interior de los círculos, pues están proyectadas para construirse en contrachapado de madera, un material fácilmente adaptable a la curvatura. El conjunto se deposita parcialmente dentro de un doble círculo mayor que, por un lado penetra en la casa y hace las funciones de piscina y, por otro, encadena virtualmente los distintos pabellones, de modo parecido a los esquemas de Cook. Los cuerpos en forma de conchas o platillos volantes de tamaños diversos del Play Resort and Sports Club de Hollywood (1947) conviven también con plata-formas circulares. Todos estos elementos se distribuyen de manera centrípeta desde un eje central, flotando sobre el terreno como si fueran orbitales. En la torre de los laboratorios Johnson (1944–50), el núcleo central se descompone en varios círculos crecientes que albergan escaleras, ascensores y servicios.
La voluntad experimental de Wright con las formas espirales surge de manera premonitoria en las propuestas de 1924–25 para el Gordon Strong Planetarium, una suerte de observatorio astronómico que no llega a construir, compuesto interiormente por una gran cúpula hemisférica sobre la que se apoya una gran rampa exterior que va disminuyendo de radio de curvatura a medida que va ascendiendo. Su función es doble: el interior se utiliza como planetario, teatro y sala de proyecciones; y el desarrollo espiral exterior posibilita la circulación de los automóviles para, desde la cumbre, observar los astros y adorar a la naturaleza. La imagen de este proyecto, similar a los ziggurats babilónicos o a las representaciones pictóricas de la Torre de Babel14, queda latente en la memoria de Wright, pues los primeros bocetos para el Museo Guggenheim de Nueva York de 1944 son muy parecidos a este observatorio.
Frank Lloyd Wright, Gordon Strong Planetarium, 1925. Perspectiva y sección.
Durante las primeras décadas del siglo XX, diversos arquitectos contemporáneos a Wright utilizan interpretaciones parecidas del esquema formal y funcional del ziggurat en algunos proyectos significativos. Vladimir Tatlin, Albert Kahn, Friedrich Kiesler, Konstantin Melnikov o Le Corbusier, proyectan o construyen grandes artefactos ar-tificiales configurados por recorridos espirales exteriores que permiten transitar hasta su cumbre. Pero para el arquitecto norteamericano, esta imagen se convierte en un tema recurrente a lo largo de toda su trayectoria profesional, aplicado más adelante en varios proyectos. Entre otros, destacan la organización del Community Center de Pittsburg (1947) o la manipulación de la topografía de The Donahoe Triptych for Mrs. D. J. Donahoe en Phoenix (1959).
A diferencia de estas propuestas más explícitas en las que el desarrollo espiral hace las funciones de estructura, circulación y fachada del edificio, en otras construcciones más complejas de estos años, Wright aplica de manera simultánea los dos sistemas espirales dibujados por Emberton sobre el esquema de Cook: la dispersión atomizada de círculos en crecimiento logarítmico, y el trazado de una espiral continua en forma de rampa o escalera que se desarrolla alrededor de un espacio vacío circular central. El resultado de esta combinatoria son edificios generalmente autistas, formados por piezas perimetrales volcadas a un centro proporcionalmente mayor por el que discurre una rampa o escalera helicoidal que las conecta. En el proyecto de 1941 para la Burlingham House de El Paso (Texas), o en la casa de su hijo David en Phoenix (1950–52), una rampa recorre perimetralmente un gran patio circular abierto, descendiendo o ascendiendo hacia las diferentes partes de la vivienda, enterradas o elevadas respecto al terreno.
Frank Lloyd Wright, casa de David Wright. Phoenix, 1950. Planta superior y perspectiva interior patio.
Otro ejemplo significativo de esta manera de operar más compleja en base a un desarrollo espiral es el interior de la Morris Gift Shop de San Francisco (1948). En este exquisito establecimiento comercial, Wright se desmarca de los constreñimientos rectangulares del solar e inserta en la parcela dos círculos tangentes de medidas distintas, que albergan dos ámbitos de diferente carácter. El círculo mayor, más público, acoge una rampa perimetral que libera un gran vacío en el centro. El círculo menor, más privado, es utilizado como punto de atención. El visitante, después de recorrer un túnel que, a modo de periscopio, lo conduce hacia el centro desde la calle, puede ascender por la rampa contemplando de manera secuencial todos los objetos expuestos en la periferia y percibiendo, al mismo tiempo, la totalidad del espacio. El interior se convierte, gracias a esta vivencia dinámica, en un sistema continuo que viene reforzado por elementos que, además de cualificarlo a nivel de luz y de acabados, exhiben una gran potencia formal. Los planos ininterrumpidos en espiral, las volumetrías futuristas, las esferas cristalinas, el mobiliario circular y el conjunto de objetos naturales y artificiales de formas bulbosas y antropomórficas, contribuyen a escenificar un particular mundo onírico dotado de cierta ingravidez que sugiere, a la vez, la atmósfera de una nave espacial y la recreación de un mundo submarino. El autismo del espacio interior respecto al exterior es absoluto, al no existir ninguna apertura directa a la calle. La luz cenital y el efecto centrípeto de los objetos situados en los límites, subrayan la energía expansiva latente en el desarrollo envolvente de la espiral.
Frank LLoyd Wright, Morris Gift Shop. San Francisco, 1948. Vista interior y planta baja.
En el museo Guggenheim de Nueva York (1943–46; 1956–59), uno de los edificios más emblemáticos de su última etapa, Wright utiliza para las distintas versiones de la planta los esquemas presentes en el libro de Theodore Cook: los círculos que se desarrollan con tamaños diferentes, van expandiéndose de forma centrípeta. Este sistema situacional convive con un tejido modular en base cuadrada y circular que se emplea para controlar el despiece de los pavimentos y la ubicación de las diferentes partes que constituyen el proyecto. En el desarrollo espacial, aumentando el grado de complejidad interior de la Morris Gift Shop, Wright apuesta por una espiral invertida que progresivamente aumenta su radio de curvatura en el exterior del edificio mientras que, en el interior, la rampa que delimita el gran patio central circular va disminuyendo de radio y, en vez de expandirse, se va reduciendo. La voluntad expresiva de conseguir un sistema compositivo absolutamente continuo tanto en el exterior como en el interior se acentúa todavía más gracias a la ausencia de relieve de los paramentos giratorios, construidos en hormigón sin despieces que los interrumpan. Las líneas de sombra que acompañan el recorrido de las paredes y la corporeidad y plasticidad de las barandillas de aspecto blanco e inmaculado, acentúan todavía más este efecto de despliegue infinito.
Frank Lloyd Wright, Museo Guggenheim. Nueva York, 1956– 59. Planta baja.
De manera parecida al edificio de San Francisco, en el interior del Guggenheim, el arte, la vida y el movimiento conviven en un mundo onírico y excepcional. Después de cruzar el porche de acceso, el visitante alcanza, mediante unos ascensores, la parte más elevada del museo, amparada por la gran linterna en forma de casquete esférico que cubre el espacio central y que actúa de límite final del trazado espiral. A partir de esta atalaya privilegiada desde donde reconocer la magnitud del artefacto, comienza un trayecto descendente a lo largo de unos 400 metros, que permite pasear entre las obras de arte expuestas tanto en los planos verticales radiales como en las paredes perimetrales. Éstas, ligeramente inclinadas, gozan de la iluminación indirecta que proviene de las llagas exteriores. Al mismo tiempo, en este ceremonial descenso, uno puede disfrutar de la visión simultánea de todo el interior, contemplar el gran patio central y ser, a la vez, testimonio del movimiento del resto de visitantes que se encuentran en otras partes del edificio.
Frank Lloyd Wright, Museo Guggenheim. Nueva York, 1956– 59. Sección y vista exterior.
En su configuración externa, el museo Guggenheim se presenta como un gran organismo sin fisuras que, con voluntad autista a nivel espacial, programático y urbano, se encierra en sí mismo. Como si se tratara de una nave extraterrestre, se coloca en medio de la retícula urbana de Nueva York, indiferente a la cartesiana trama que lo rodea. En este sentido, el cerramiento hermético y el crecimiento en espiral del edificio de Wright, contiene las mismas reglas generatrices que algunos de los organismos animales descritos por Cook y Thomson en sus textos.
Frank Lloyd Wright, Museo Guggenheim. Nueva York, 1956– 59. Espacio central y lucernario.
PROYECTOS DE DESARROLLO ESPIRAL EN ESPAÑA
Durante la década en que Wright empieza a desplegar sus proyectos en desarrollo espiral parecidos a los ziggurats babilónicos, el arquitecto madrileño Casto Fernández Shaw utiliza esta misma geometría para la resolución de una serie de edificios singulares. Los más premonitorios son el faro–monumento a la memoria de Colón en la Isla de Santo Domingo, y el faro–torre de control del aeropuerto de Barajas, ambos de 1929. Más adelante, en 1949, realiza la maqueta y los dibujos de una torre helicoidal similar a la columna trajana para el faro de la Hispanidad de Cádiz. Los precedentes inmediatamente anteriores de los proyectos de Tatlin, Kiesler o Wright no invalidan la originalidad y ambición de modernidad de estos proyectos icónicos no construidos. Es más, la idea de una doble espiral exterior e interior del faro–monumento a Colón parece anticiparse a la solución final del museo Guggenheim de Nueva York. A diferencia del museo de Wright, la descomunal torre de 180 metros de altura de planta circular pro-puesta por Fernández Shaw es sustentada por veinticuatro nervios radiales con forma de hipérbola que, a su vez, son coligados por dos rampas espirales superpuestas que van disminuyendo su radio de giro a medida se acercan a una cúspide jalonada por una gran estructura de cristal facetado. El proyecto manifiesta la voluntad de combinar el desarrollo estructural resuelto con materiales modernos, como el acero y el cristal, con la versión simbólica y escenográfica de un interior vacío, similar al del Gordon Strong Planetarium. Pero a diferencia del observatorio de Wright, el interior del faro tiene la voluntad de ofrecer al visitante un espectáculo total, una experiencia espacio–temporal tanto en el recorrido por la rampa espiral como en el propio movimiento de la torre, que debe girar sobre su eje, emulando el giro de la tierra.
Casto Fernández Shaw, Faro Monumento a Cristóbal Colón. Santo Domingo, 1929. Maqueta y sección.
No es hasta los inicios de los años 1960 del siglo pasado que en España se produce un cierto despliegue de propuestas arquitectónicas basadas en geometrías de desarrollo infinito. El año 1962 se celebra en Madrid una exposición monográfica sobre la obra de Wright, aunque su obra ya es conocida en nuestro país gracias a las corrientes organicistas vinculadas a Bruno Zevi. La influencia del maestro americano no se hace esperar. Algunos de los proyectos presentados en los concursos de 1964 para la Opera y el Palacio de Congresos de Madrid son deudores de esta faceta de Wright y confían en la repetición de formas circulares de medidas distintas siguiendo esquemas radiales o espirales. Javier Carvajal, Manuel de las Casas y Javier Seguí proponen un conjunto yuxtapuesto de círculos de distintos tamaños que se reparten centrípetamente desde el gran cilindro principal que aloja el equipamiento escénico. Fernando Higueras y Antonio Miró, que ya ha experimentado con estas geometrías en proyectos anteriores, apuestan por un entramado octogonal combinado con circunferencias concéntricas cuyos radios despliegan un abanico irregular de estancias de distintas formas y tamaños que confluyen en el gran escenario central. Dentro de esta línea son destacables también las propuestas de Rafael Aburto, Fernández Longoria, Rafael Moneo o Daniel Fullaondo.
Pero, a la vez, todos estos diseños orgánicos se encuentran vinculados con algunos de los trabajos que en 1961 está elaborando Francisco Javier Sáenz de Oiza en Madrid, como la maqueta para las escuelas de Batán, o los dibujos del centro social de Torres Blancas, situado en las plantas 22 y 23 del rascacielos. De hecho, tanto Moneo como Fullaondo colaboran con el maestro madrileño en el diseño de este simbólico conjunto de viviendas y oficinas, poco antes de participar en el concurso de la Opera y Palacio de Congresos de Madrid. Será el mismo Daniel Fullaondo quien, a partir de 1967, a través de la revista Nueva Forma, se ocupará de difundir tanto el proceso de elaboración del edificio de Torres Blancas, como otras obras y proyectos de arquitectos que trabajan con estas singulares geometrías de expansión logarítmica: el mismo Frank Lloyd Wright, Casto Fernández Shaw, o algunos de sus compañeros arquitectos participantes en el concurso de la Ópera de Madrid.
Francisco Javier Sáenz de Oíza. Edificio Torres Blancas. Madrid, 1961– 1969. Plantas 22 y 23.
Sáenz de Oiza, un apasionado de las matemáticas y la geometría, confía la distribución de las viviendas y oficinas de las primeras 21 plantas de su rascacielos de la Avenida América a un esquema en esvástica similar al de las torres St. Mark (1925–29) y Price de Wright (1952–56), sustentado por una estructura arbórea compuesta de cilindros de hormigón autoportantes que nacen del subsuelo y que adoptan múltiples funciones: escaleras, ascensores, lava-bos o conductos de servicio. Estos troncos sostienen las plataformas que, a modo de ramas, contienen las estancias y las terrazas permitiendo, a la vez, liberar el centro del conjunto. Pero a diferencia de estos singulares rascacielos del maestro americano, también basados en una estructura arbórea cada vez más liviana que desdibuja sus límites al llegar a la cubierta estilizando su perfil, Oiza decide colmatar Torres Blancas de manera contundente, con un conjunto de plataformas circulares concatenadas que despegan en voladizo de los troncos y plataformas de las viviendas inferiores, de manera parecida a los pileos de unos hongos o a las órbitas de unos platillos volantes flotando sobre el cielo de Madrid. Esta solución des-dibuja en planta la matriz en esvástica que organiza las cuatro viviendas por rellano de la mayor parte del edificio.
Los círculos de tamaños distintos que contienen el programa social del conjunto –el bar, el restaurante, las salas comunitarias, los comercios o el gimnasio–, se expanden de manera centrípeta dejando el centro vacío y proporcionando a la planta 23 el espacio intersticial en altura necesario para albergar el vaso de la piscina. Ésta se sitúa en la cubierta y va resiguiendo los contornos circulares centrales, sorteando las imponentes chimeneas y adoptando una forma de ameba que convive con las tuberías y la vegetación del jardín superior.
Esta concatenación de círculos enlaza íntimamente con la familia de proyectos de Wright y con las bases geométricas de los esquemas de crecimiento logarítmico trazados por Cook. También resulta muy próxima a la unicidad orgánica y material de Wright la resolución de los interiores de los espacios comunes de la torre, tanto del núcleo central como del centro social de las últimas plantas. Las volumetrías futuristas, las esferas cristalinas, las ventanas redondeadas, el mobiliario circular adaptado al perímetro y el conjunto de objetos naturales y artificiales de formas bulbosas y antropomórficas, conservan las reminiscencias del mundo onírico wrightiano, a caballo entre la organicidad submarina y la estética futurista. Lo mismo sucede con la exploración de las posibilidades estructurales y expresivas del material constructivo, el hormigón, y su identidad con el resultado formal del conjunto. Y también con el carácter eminentemente singular y la voluntad de separación expresiva del rascacielos respecto al entorno inmediato que, según confiesa el propio Sáenz de Oiza, es parecida a la actitud del Guggenheim respecto a los edificios de la 5ª avenida de Nueva York. El rascacielos de Madrid, como muchos de estos proyectos de matriz logarítmica, nace mucho antes que la elección del en-clave, pudiendo estar ubicado en cualquier otro lugar.
Otro de los edificios que durante estos años aplica literalmente el esquema de Cook basado en el desarrollo logarítmico de una espiral rodeada de unidades que aumentan progresivamente de tamaño es el aulario de la Facultad de Ciencias Biológicas y Geológicas de Oviedo. Este edificio, también autónomo respecto al entorno, coexiste con un bloque laminar paralelepípedo de más altura en el que se ubican los departamentos de la Facultad. El conjunto es construido en 1965 por el ingeniero y arquitecto asturiano Ignacio Álvarez Castelao, un profesional muy aficionado a las matemáticas y con una extraordinaria vocación investigadora. Situado en una manzana aislada de un céntrico polígono industrial, la libertad de los contornos exteriores de la parcela permite al arquitecto expandir en planta y en altura ocho aulas en forma de triángulos rectángulos decrecientes dispuestos alrededor de un vestíbulo central de planta circular. Los triángulos unen su hipotenusa al cateto del siguiente y, como en el desarrollo de tantos organismos naturales en crecimiento expansivo, sus partes se encuentran relacionadas proporcionalmente por la sección áurea.
Ignacio Alvarez Castelao, Facultad Ciencias Biológicas y Geológicas. Oviedo, 1965. Planta y vista interior.
A las distintas aulas se accede gracias a un tramo de escalera y al recorrido paulatino de una rampa helicoidal que resigue perimetralmente el cilíndrico vacío central. Este elemento, con una vocación eminentemente congregadora, se resuelve de manera similar a la casa de David Wright en Phoenix o a la Morris Gift Shop. El recorrido vinculado al vacío acentúa todavía más la cualidad espacio–temporal de todo el proyecto, permite el acceso a los distintos niveles del conjunto, y contribuye a caracterizar el sugestivo espacio central de “aspecto cavernario”23 que, además de realizar las funciones de gran vestíbulo y distribuidor, vertebra a su alrededor to-das las piezas del edificio. En este hall, la aspereza del hormigón que resuelve la continuidad de la barandilla y los ocho muros tangentes que dan paso a las aulas, unida a la austeridad de la estructura metálica estrellada de la cubierta, contrasta con la sinuosidad y organicidad del mosaico de amebas diseñado por Antonio Suárez que recorre el suelo. El espacio resultante, subrayado por la ausencia de vistas directas del exterior y por la misteriosa iluminación que penetra de manera tangencial, recrea nuevamente un ambiente onírico y submarino.
Las aulas triangulares también se resuelven con cubiertas metálicas en pendiente, configurando un sugestivo conjunto de piezas desplegadas que puede ser contemplado desde la mayor altura del edificio de los departamentos. Al mantener la misma cota en la cubierta, el suelo inclinado de las aulas y su diferente tamaño hacen que sus alturas vayan cambiando progresivamente. Bajo sus forjados van que-dando espacios en los que se sitúan las entradas y otros locales de servicio, adaptándose a los desniveles del terreno.
Durante el mismo año 1965 Rafael de la Hoz y Gerardo Olivares proyectan el Centro de Congresos de Torremolinos. Inaugurado en 1967, su organización responde a una composición similar a la del Aulario de la Facultad de Geológicas de Oviedo. Un gran vestíbulo circular central resuelto a dos niveles vertebra todas las piezas que se reparten de manera centrípeta. Dos escaleras leonardescas que se desarrollan marcando el límite del espacio circular, conducen al nivel superior, desde el que se accede a las salas de congresos.
Estos volúmenes, de geometría poligonal similar, van aumentando su tamaño de manera logarítmica. Como en los procesos naturales, sus formas son clónicas pero difieren entre ellas en magnitud y cantidad de materia, que aumentan a medida que se alejan del origen. Las salas, aunque interiormente quedan visualmente conectadas, en el exterior, como las aulas de Oviedo, conservan su singularidad, manifestándose en voladizo respecto a la estructura central. El amplio vestíbulo interior queda cerrado con una lámpara–lucernario que evoca el gran poder ornamental de las arañas de cristal de antaño. Su diseño helicoidal ascendente, combinado con una estructura radial en la cubierta que sostiene la doble piel de vidrio, es similar al gran lucernario que cubre el Museo Guggenheim de Nueva York, impidiendo la visión abierta del cielo y contribuyendo a escenificar una ambientación envolvente y misteriosa.
Rafael de la Hoz, Palacio de Congresos. Torremolinos, 1965– 1967. Planta y vista interior.
El carácter eminentemente cerrado de los exteriores, similar al de unas conchas incrustadas sobre un cuerpo central imperceptible, se acentúa con el aplacado de piedra de los paramentos. La privilegiada situación del conjunto, en lo alto de una colina, contribuye a convertirlo en un artefacto autónomo, similar a un gran organismo de orden natural. De manera parecida al proyecto de Álvarez Castelao, el resto de programa del edificio se concentra en una crujía curva y alargada situada también alrededor del patio circular central. Este cuerpo fusiforme, a diferencia de las salas de congresos, es tratado de manera más abierta y acristalada.
En todos estos proyectos, las trazas geométricas permiten controlar a través de su desarrollo logarítmico formas atomizadas que, de manera homogénea o heterogénea, se expanden por el plano o por el espacio alrededor de un centro. Muchas de las formas derivadas de estas matrices de crecimiento y extensión, semejantes a los procesos naturales, demuestran infinitas posibilidades de combinatoria al manifestarse como generadoras de un proceso abierto. Así, su aparente autonomía morfo-lógica no está reñida con su capacidad de moldeabilidad y adaptabilidad a cualquier proceso constructivo, programa o emplazamiento. En este sentido, las propuestas experimentales de Emberton, Wright o los organicistas españoles de mediados del siglo XX que siguen la estela de los ejemplos presentes en la naturaleza y en las artes sistematizados por Sir Theodore Cook y D’Arcy Thomson ofrecen un amplio abanico de posibilidades que permiten seguir explorando estos procesos de crecimiento desde el proyecto arquitectónico.
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