La Obra
El arquitecto se ve movido por un deseo inabarcable y se interroga: ¿qué es la casa? Lucha heroicamente por develar el punto que hace de la casa una casa. Llegaré a lo universal, afirma altanero. Ante el asombro de la certeza de una posible y precisa respuesta, desiste de su afán conceptual inútil. Ahora se indaga a sí mismo: ¿qué es lo que yo puedo aportar a la casa? El arquitecto ha desistido del mundo. Se aísla en su despacho. Ya no quiere pensar. Promete a los libros la esquina al lado de la lámpara. Risca algo en el papel que tenía hace días delante de sí. No le gusta, pero no se deshace de él. Insiste. Cambia a los pinceles a color. Una imagen completa le pasa por la cabeza. Él no logra hacerla volver. Su afán ahora es recordarla con su trazo. El arquitecto intenta reconstruir la imagen perdida. Se desespera: no puede recordar el diseño de la lucarna que ilumina el baño de visitas. Traza alternativas. Se asombra al ver a su propia mano delineando la lucarna que pensaba haber imaginado. Tiene el diseño preciso, se convence. Entre imágenes va retratando la casa. Entre trazos la va proyectando. En movimientos de ida y venida que se confunden entre sí el arquitecto va edificando su casa imaginaria. Cuanto más limpia el arquitecto logra concebir la imagen, más fácil se vuelve su retracto a la realidad del papel. No la puedo perder, exclama enamorado. Se olvida que su trazo fue el que la proyectó por primera vez. Ahora emprende noches en hacerla volver. Su trazo la retrata con impaciente fidelidad. Un voyeur de sí mismo, parece escuchar en el viento. El arquitecto se detiene. Mira hacia los lados, y luego hacia la calle vacía tras el ventanal. Se ve a sí mismo en un sutil reflejo en el cristal. Sacralicé a la obra como si fuera otro el que la imaginaba. Sin darse cuenta, el arquitecto había vuelto a considerar la casa como algo ajeno a sí mismo. El abismo de la proyección lo había atrapado. Rechaza lo que había hecho. Quema los papeles, pero no puede borrar el recuerdo de la casa. La ve con rabia, aunque también con nostalgia. Podría haber sido, piensa. La acuchilla. Le da cicatrices. La casa por la que se había enamorado ahora no es más que una sombra. Duda de su vocación. Recoge los libros abandonados en el rincón. ¿Qué es lo que la casa nunca ha sido?, funde las interrogantes. Vuelve a la superficie. Ve en el horizonte universal una condición particular. Risca ahora sobre el propio suelo. Lo excava. Lo crea. Lo habita. Lo retracta. Lo proyecta. Todo parece en un instante alinearse. Las acciones apuntan a la faena única de edificar. Me había engañado: el proyecto distrae. La casa imaginaria cobra, aprisiona. El arquitecto se acuerda del encargo: me piden una casa. Sobre el suelo creado él erige una estructura cúbica, cuyo lado mide dos quintos del límite menor. Une los vértices por diagonales. Juega. Sonríe por primera vez. Sigue. Retrata la estructura edificada. Proyecta la cubierta. Materializa lo proyectado. La casa ha creado su propia historia. El arquitecto se da cuenta. Se siente ajeno. Todos sus deseos universales yacían en lo más particular, en lo más singular. El arquitecto edifica una casa. Aquí empieza todo.
Referencia: Igor Fracalossi y Ruth Verde Zein, La Paradoja de la Puesta del Sol: una Inútil Aproximación a la Obra de Arquitectura (extracto: parte 1 de 3), Actas Digitales del I International Conference on Architectural Design & Criticism, Critic|All Press, Madrid, 2014, pp. 442-448 (p. 443).
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