Oficio poético




Carlos Jiménez ejerce la arquitectura como un oficio poético. Entregado sacerdotalmente al arte y la amistad, sus construcciones son líricos lugares de intersección entre la luz y la naturaleza, espacios para el encuentro iluminados por fogonazos de color. Infectado desde muy joven por el virus de la poesía, su devoción paralela por Federico García Lorca y William Carlos Williams ilustra el mestizaje de sus raíces culturales, a la vez hispánicas y anglosajonas. La arquitectura que brota de esta doble herencia injerta esquejes europeos en un frondoso árbol americano para levantar recintos ascéticos y livianos, residencia en la tierra de clientes devenidos amigos, y a menudo sometidos como él al exigente culto del arte contemporáneo. Frágiles y tenaces, sus casas y edificios se sostienen por la destreza de un oficio practicado como una experiencia estética que no excluye el pragmatismo, y como una declaración poética que no evita la prosa.

Este empeño lírico se abrevia en el trazo exacto de sus croquis, donde la línea de color expresa las intenciones con deslumbrante depuración, ocultando bajo su aparente facilidad intuitiva un proceso de reflexión que se alimenta del extraordinario conocimiento que Jiménez posee de la arquitectura de nuestro tiempo. Apasionado coleccionista de libros y viajero impenitente, muy pocos conocen tan íntimamente como él las obras y los personajes que han fraguado la arquitectura contemporánea, y su larga trayectoria en el jurado del premio Pritzker evidencia la solidez de su criterio. Pero ese acervo de información minuciosa y documentación exhaustiva, que ha aguzado su talento crítico, no gravita pesadamente sobre su actividad creativa —como sucede en tantos casos donde el conocimiento paraliza la imaginación—, y su trazo ligero fluye con la inocencia del que descubre el mundo cada día, dando nombre a las cosas con un idioma inventado.

Dotado de ese raro rasgo del lenguaje propio, Jiménez es un artista íntimo que sin embargo florece plenamente en el difícil terreno de la sociabilidad compartida, sea en la comunicación con constructores y clientes, sea en la tutela de sus estudiantes universitarios, a los que se dedica con una entrega intelectual y afectiva que no parece tener límites. Generoso con su tiempo y su talento, el arquitecto costarricense o texano —y español de adopción— ha transformado su carrera profesional en un ejercicio artístico y docente de singular intensidad, configurando su obra y su biografía con el ritmo pausado de la conversación, para al final poder mostrar un rosario de realizaciones sosegadas que invitan a unir los puntos para dibujar su perfil: un genuino retrato arquitectónico que se superpone al del profesor y el crítico para componer la imagen insólita de un creador que ha sabido hibridar dos mundos para vivir su vida como una sola singladura poética.



For Carlos Jiménez, architecture is a poetic craft. Dedicated in body and soul to art and friendship, his buildings are lyrical places of intersection between light and nature, spaces of encounter lit by flashes of
color. Infected from a very early age with the virus of poetry, his parallel devotion to Federico García
Lorca and Williams Carlos Williams illustrates the mixture of his cultural roots, at once Hispanic and Anglo-Saxon. The architecture that sprouts from this double heritage grafts European scions in a leafy
American tree to raise ascetic and light precincts, residence on Earth of clients turned into friends,
often submitted like himself to the demanding cult of contemporary art. Fragile and tenacious, his houses and buildings are held by the skill of a trade practiced as an aesthetic experience that does not exclude pragmatism, and as a poetic statement that does not avoid prose. This lyrical endeavor is summed up in the exact trace of his sketches, where the color line expresses intentions with amazing refinement, hiding behind
its apparent intuitive ease a process of reflection that is fueled by Jiménez’s extraordinary knowledge of the architecture of our time. A passionate book collector and tireless traveller, very few know as
well as he does the works and the figures that have forged contemporary architecture, and his many
years on the jury of the Pritzker Prize evidence his sound judgement. But this baggage of meticulous information and exhaustive documentation, which has sharpened his critical talent, do not gravitate heavily around his creative activity – as often happens when knowledge halts imagination –, and his light trace flows with the innocence of one who discovers the world every day, naming things with an invented language. Provided with that rare feature of a language of his own, Carlos Jiménez is an intimate artist who however blooms fully in the difficult field of shared sociability, be it in the dialogue with contractors and clients, be it in the mentorship of his university students, with whom he displays an intellectual and affective devotion that seems to have no end. Generous with his time and his talent, the Costa Rican or Texan architect – and also Spaniard by
adoption – has transformed his professional career into a deeply felt artistic and academic project, to
produce a series of calm works that invite to join the dots in order to draw his profile: a genuine architectural portrait that can be added to those of the professor and critic to compose the unexpected image of an author who has managed to combine two worlds to live his life as one poetic journey. 

 Luis Fernández-Galiano



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