Vivienda para mayores




No sólo necesitamos vivienda para mayores: necesitamos una ciudad para todas las edades. El envejecimiento demográfico y el individualismo hedonista de la sociedad postindustrial han fracturado los vínculos intergeneracionales que garantizaban la cohesión de las estructuras tradicionales a través de la ayuda mutua. ‘Los padres cuidan a los hijos como después los hijos cuidan a los padres’ era una práctica que se extendía de la familia a la comunidad más cercana, pero hoy el cuidado en buena parte se ha delegado en personas ajenas a esos lazos de proximidad y parentesco. La creciente segmentación del mercado inmobiliario, con los extremos inevitables de las viviendas para jóvenes y para la tercera edad, expresa en el territorio urbano esa quiebra de la interdependencia, segregando a la población por edades y llevando al paroxismo la división funcional de la ciudad, un dogma felizmente obsoleto de la modernidad.
Los que con eufemismo probablemente vergonzante llamamos ‘mayores’ —finalizada ya su etapa laboral y con una muy dilatada esperanza de vida, por más que ocasionalmente aquejada de enfermedades o minusvalías—, son sin embargo piezas esenciales del engranaje económico, sea a través del consumo vinculado al ocio y al turismo, sea mediante el apoyo material a 
la generación siguiente o el tan frecuente cuidado de los nietos. No parece razonable, en estas circunstancias, acelerar los procesos que conducen a su exclusión física y óptica del espacio compartido, recluyéndolos en ámbitos propios que podrían llegar a percibirse como confortables ‘lazaretos para mayores’. Antes al contrario, tanto los arquitectos como los responsables públicos deberían esforzarse en dificultar o incluso revertir esos procesos de segregación, sin asumir como inevitables tanto la fractura generacional como la fractura urbana.
La gentrificación de las ciudades expulsa de sus centros a aquellos con menor capacidad económica, y esta mecánica de exclusión puede extenderse a los ancianos si creamos para ellos recintos específicos en las periferias. 
El desventramiento de la sociabilidad tradicional alimenta un sentimiento de frustración impotente que es el caldo de cultivo de los populismos que hoy eclosionan en diferentes lugares del planeta, y quizá recuperar la fe en los valores de la modernidad pasa por recuperar esa extraordinaria creación que es la ciudad europea para hacerla patrimonio de todos, evitando tanto la segregación económica como la generacional y haciendo que las viviendas para mayores sean más la excepción que la regla. Sólo si convivimos gentes de todas las edades podemos llegar a aceptar con naturalidad el declive físico,  la enfermedad y la muerte, y al tiempo reconfortarnos con la pujanza de  
la vida que sigue.

We do not need senior housing only: we need cities for all ages. The population aging and hedonistic individualism of post-industrial society have fractured the links that guaranteed the cohesion of traditional structures through mutual help. ‘Parents take care of children as later children take care of parents’ was a practice that spread from the family to the closest community, but today assistance has been entrusted mainly to people outside those ties of proximity and kinship. The growing segmentation of the real estate market, with the inevitable extremes of housing for the young and for seniors, is a reflection 
on the urban territory of that breakdown of interdependence, segregating the population 
by ages and taking to an extreme the functional division of the city, a dogma of modernity that is now fortunately obsolete.
Those we euphemistically call ‘seniors’ – their working years done and with a high life expectancy, even though occasionally burdened by illness or disabilities – are in fact key elements of the economic system, be it through consumption linked to leisure and travel, be it through material support of the next generation, or the very frequent care of grandchildren. It does not seem reasonable, under these circumstances, to speed up the processes that lead to their physical and optical exclusion from the shared space, confining them to environments of their own that could be perceived as comfortable 
‘lazarettos for the elderly.’ On the contrary, both architects and public authorities should strive to hinder or even revert those segregation processes, without taking the generational and urban fractures as givens. 
Gentrification expels those with lower income from city centers, and this mechanics of exclusion can extend to the elderly if we create specific facilities for them in urban peripheries. The break of traditional sociability fuels a feeling of helpless frustration that is the breeding ground for populisms like those emerging now around the world, and perhaps recovering faith in the values of modernity demands recovering that grand creation, the European city, and turning it into a shared property of all, avoiding both economic and generational segregation and ensuring that senior housing becomes the exception, and not the rule. Only if we live together with people of all ages can we come to accept physical decline, illness, and death as natural processes, and find comfort in the mighty blooming of new life. 


Luis Fernández-Galiano




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